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La democracia política mexicana reconoce en los procesos electorales su principal impulso. Desde luego que la transición no puede explicarse sin referir a las luchas que por décadas llevaron a cabo sindicatos, partidos políticos y la persistencia de liderazgos sociales. Aun así, las sucesivas reformas electorales se tradujeron en una apertura paulatina del régimen de partido hegemónico.
Al no haber momentos disruptivos en nuestra historia posrevolucionaria, el autoritarismo mexicano tuvo que irse desmontando a través de los cambios en la esfera procedimental. La creación del Instituto Federal Electoral en 1990 y los institutos electorales locales fue un gran avance en esa dirección. No sólo se trataba de darle mayor apertura al sistema de partidos políticos, sino ir incorporando a las minorías en la representación formal.
El gran reto fue y continúa siendo el de la desconfianza ciudadana hacia las instituciones públicas, en particular hacia la clase política. Se han hecho grandes esfuerzos por tratar de cerrar esa distancia entre la ciudadanía y los gobiernos; sin embargo, tras siete décadas del régimen autoritario y dos de malos gobiernos de parte de los llamados partidos de oposición, la ciudadanía de baja intensidad continúa siendo un verdadero reto para la consolidación democrática.